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A tres días del sismo de magnitud 7.1, la Ciudad de México resiste

A tres días del sismo de magnitud 7.1, la Ciudad de México resiste

Fermín Ramírez, 22 de septiembre de 2017

Ciudad de México.- Al tercer día del movimiento telúrico de magnitud 7.1 que cimbró la Ciudad de México, los sobrevivientes nos dedicamos a reinventar el arte —no exento de fuertes dosis de valentía, obstinación y aun de masoquismo, si quieren—, de vivir en la urbe de concreto. Al momento, nos faltan más de 150 aquí y otro tanto en las entidades federativas que también se vistieron de luto, otra vez, como en 1985, el 19 de septiembre. Y la cuenta aumenta. Los heridos con centenares y millones los que llevamos a cuestas el impacto psicológico de lo que significó el temblor de tierra.

Vivir en la Ciudad de México es un riesgo. No sólo que aquí nos haya tocado vivir. No para todos es una fatalidad abstracta de ese tipo. También es que aquí hemos decidido vivir. Millones de capitalinos aquí nacimos, aquí estudiamos, aquí trabajamos, aquí hemos amado, aquí hemos despedido a nuestros muertos y aquí rendimos tributo a su memoria cada 2 de noviembre. Vivir en la Ciudad de México es peligroso. Ha valido la pena.

Septiembre comenzó con signos ominosos para los capitalinos. Veníamos del eclipse lunar del 21 de agosto de 2017 que, si bien pasó casi inadvertido en un firmamento cubierto de nubes, nos trajo, en cambio, por la tarde, una extraña llovizna, en la que, para admiración nuestra, las gotas de agua tardaban un poco más para llegar al suelo. Hubo quienes, después del fenómeno cósmico, se tomaron ‘selfies’ y mostraban asombrados a sus amistades cómo la luz se esparcía en las imágenes a modo de arcoíris portátiles. No faltó quien advirtiera, con memoria prehispánica, que un eclipse no ocurre sin secuelas.

Llegó septiembre con su carga, desde agosto y meses antes, de tormentas tropicales y huracanes que asediaron al que alguna vez fue considerado en el planisferio el cuerno de la abundancia: nuestro México, lindo y querido. Los embates de la naturaleza ocurrieron por ambos litorales. Desde el Golfo de México, con Veracruz como primera aduana, para internarse, ya como tormenta ya como huracán, con violencia de aguas y de vientos, dejando una estela de muerte y destrucción, que la acción humana trató, en muchos casos de manera notablemente exitosa, de aminorar. Por el lado del Pacífico, desde las costas de Guerrero hasta la Península de Baja California. El país se impregnó del lenguaje de protección civil. Las palabras ‘emergencia’ y ‘desastre’ fueron de uso recurrente en los despachos informativos. La solidaridad de los mexicanos con los mexicanos se hizo manifiesta nuevamente.

Esos temporales significaron para la ciudad capital lluvias bíblicas; precipitaciones pluviales afanosas en la ruptura de récords históricos. El agua reclama sus cauces y sus cuencas y hay que recordar que el valle de México fue región lacustre, cuando fue, siglos atrás, la región más transparente del aire. El lago fue desecado y sobre su superficie salitrosa y cenagosa se edificó la ciudad. Los capitalinos saben que la lluvia excesiva no es buena, no sólo porque ponen a prueba el drenaje de la ciudad, sino porque también reblandece la tierra. La acción del hombre retando a la naturaleza. Dicen que Dios perdona todo, que algunos humanos perdonan y otros no. Pero, que la naturaleza no perdona a nadie. Se equivocan. Esa afirmación absoluta, como todas, es relativa. Hay millones que nos sentimos perdonados, otra vez, por la madre naturaleza. Hasta el momento, por lo menos. Es lugar común decir que luego de una tragedia, quienes han estado cerca de ella, han vuelto a la vida. Ahora, en ciudad de México, es una verdad precisa para millones de personas que sentimos caer en nuestro derredor concreto, vidrios, objetos, y vivimos para contarlo.

El 6 de septiembre la activación de una falsa alarma sísmica marcó en la agenda la ruta de la tragedia. Poco después de las 19 horas, los altavoces de alerta de sismo de la Ciudad de México se activaron por un “error humano”, según dio a conocer el Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicación y Contacto Ciudadano de la Ciudad de México (C5) cuando realizaban pruebas de funcionamiento. Ante las disculpas de las autoridades, los memes en redes sociales no se hicieron esperan. Bolillos cibernéticos para paliar el susto.

El día siguiente, a las 23:49 (tiempo del centro de México) la alarma sísmica dejó de ser falsa y se activó para anunciar el advenimiento del sismo de mayor magnitud del siglo: de 8.2, con epicentro a 133 kilómetros al suroeste de Pijijiapan, Chiapas. Aunque la Ciudad de México no sufrió mayormente, la tragedia se centró en Oaxaca y Chiapas, las entidades que destacan por su alta concentración de población indígena y que encabezan habitualmente las estadísticas de marginación y pobreza. Una trágica expresión de su alta condición de vulnerabilidad. Si bien, esa noche la capital la libró, estaba tocada ya y avisada por la mano de la tierra. Los memes hicieron mutis.

El devastador movimiento sísmico del martes 19 de septiembre estuvo nuevamente antecedido de una falsa alerta. Esta vez premeditada y programada, a las once de la mañana, para conmemorar el Ciudad de México, el terremoto de magnitud 8.1 que en igual fecha, pero de 1985, devastó a la capital del país. Se trataba de un simulacro, que incluía la evacuación de edificios y de otras acciones vinculadas a un evento de sismo, a fin de poner en práctica lo que hemos aprendido sobre protección civil en todos estos años. Hubo numerosa participación. Y hasta ahí todo iba bien.

Y cuando los capitalinos volvíamos a nuestras actividades normales, dos horas con 14 minutos después, a las 13:14 (hora del centro de México) el sismo de magnitud 7.1 empezó a sacudirnos. Esta vez la alerta sísmica se activó cuando el movimiento de tierra estaba en curso. Y las reglas de protección civil señalan que no puedes bajar escaleras con un temblor de tierra en curso. Había que buscar protegerse donde estuvieras. Busca el “triángulo de vida”, dice el canon de protección civil. Un punto donde puedas sobrevivir si se colapsa la construcción donde estás. El discernimiento no era claro, cuando el instinto era mayor a la razón. La adrenalina a tope, mientras llovían vidrios, cemento, yeso.
Salir a la calle de un edificio craquelado por el sismo fue como salir de nuevo del vientre materno al mundo. Más de un centenar de personas no pudieron salir, ni lograron encontrar el “triángulo de vida” en su derredor. Hoy nos hacen falta.

Este viernes, al tercer día de la tragedia, millones de capitalinos buscan el sentido de su resurrección.

Escribo esta crónica en el piso 10 de la Torre Zacatecas de Tlatelolco (junto a las torres Veracruz y Coahuila). Escribo entre fragmentos de yeso y de vidrio. Afuera, a unos cuantos metros, está el jardín edificado en el terreno donde se asentó, y luego se desplomó en 1985, el edificio Nuevo León. Ahí se lee, en una placa, un fragmento de los “Cantos floridos y de amistad” del rey poeta Nezahualcóyotl, quien expresó: “…La tierra tembló/ y esos nuestros cantos/ Y estas nuestras piedras/ Ya son nuestra mortaja”.

A estas horas, entre los escombros de edificios colapsados continúa el esfuerzo colectivo por rescatar cuerpos (la esperanza de encontrar personas con vida se acorta al paso de las horas). Hay determinación por hacer resurgir una vez más a la Ciudad de México de entre sus escombros. Más allá de pasarelas políticas y espectáculos mediáticos, está la determinación de los capitalinos.

Vuelve en este 2017 a cobrar sentido el texto de los “Memoriales de Culhuacán”, que el doctor Miguel León Portilla, nos recordó acertadamente en 1985: “En tanto que permanezca el mundo, no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan”. Es una verdad de roca que viene del fondo de nuestra historia.